En Caracas, hablar de política se ha convertido en un acto de riesgo. Las conversaciones se dan en voz baja, los mensajes se borran al instante y en muchos hogares los grupos familiares han eliminado cualquier referencia al clima político para evitar problemas. El temor a la delación se ha vuelto parte inseparable de la vida cotidiana.
Este ambiente de silencio forzado ocurre mientras el régimen de Nicolás Maduro intensifica la vigilancia interna, en un contexto de creciente tensión con Estados Unidos, que mantiene un despliegue militar en el Caribe y una presión sostenida sobre Caracas.
Organizaciones de derechos humanos registran más de 800 presos políticos y alertan sobre un aumento constante de detenciones por presunta “conspiración”. Casos recientes, como la captura del dirigente Roberto Vermont y la condena a 30 años contra la médica Marggie Orozco por un audio privado, han reforzado la percepción de inseguridad incluso en espacios íntimos.
El control social se apoya en estructuras como los llamados jefes de calle y en plataformas digitales como VenApp, que permiten un monitoreo extendido de barrios y comunidades. La oposición, fragmentada y constantemente vigilada, opera con un margen mínimo y bajo riesgo permanente.
En la capital, las alcabalas, los operativos sorpresa y la presencia visible de cuerpos de inteligencia conforman un ambiente de temor permanente, donde la política dejó de ser un tema de debate para convertirse en un asunto que solo se menciona en susurros.